Un beso
Aquel beso fue un extraordinario y perturbador obsequio de la vida, aunque suene cursi, no puedo verlo de otra forma; llegó en el mejor momento. Y lo digo no sólo por la adversa reacción que, esa noche, al escuchar mis cuentos sobre erotismo infantil, tuvieron algunos clientes del café donde los leí, sino porque yo misma atribulada por sus impresiones subterráneas, me sentí cual malvada bruja de los tradicioneles cuentos. Sin embargo– como si la juguetona vida, luego de divertirse un poca a mis costillas, hubiera querido congraciarse (pero hija, por qué te afliges tanto, si no andas tan errada; mira, ahí te va eso)– cuando salía del lugar, apareció un chiquillo detrás mío y, poniéndome un dedito en el hombro, dijo: "Oiga, disculpe, ¿podría darle un beso?. Temblé como gota de agua a punto de caer por el filo de una mesa, ante la petición. Acaso no dejaba yo una conflagración moral a mis espaldas; entonces, ¿qué hacía esta criatura pidíéndome semejante cosa?. –Y tú, ¿de dónde sales?– pregunté aparentando control. –De ahí– dijo con su aflautada vocecita, y señalo la entrada del café–. La escuché leer sus cuentos … ¿Sabe?, usted es muy bella. Sangre como yegua galopante. Corazón en franco motín. "¡Esto es una trampa!", pensó mi afligida cabezota, "alguien a de querer probar que eres una pervertidora de menores" –¿Y por qué quieres darme un beso?. Miré para todos lados, por si algún adulto trabajaba de espía… Nada, sólo una calle vacía, matizada en su oscuridad por la luz sepia de los faroles. Coyoacán. –Ya le dije, usted es muy bella. Y me gustaron sus cuentos. "Pero ¿cómo le van a gustar?, si los adultos pusieron el grito en el cielo; entiende Ivonne, esto es un engaño. ¡Huye! ¡Ponte a salvo…!" –Yo sigo igual que Leonardo– agregó el chiquillo; siete años, quizá; menudo, carita de intelectual en ciernes, labios húmedos y rojos. "¡Que Leonardo, ni que ocho cuartos…!" ¡Ah, ah!, esperáte tantito, ¿Leonardo…? ¡Claro, Leo!, este crío siente lo mismo. ¡Entendió! — Pero no en la resbaladilla, sino con los fantasmas– contunuó él. –¿Qué?, ¿Cómo?– abandoné el refugio de mis pensamientos– ¿Qué tiene que ver los fantasmas? –Sí. En mi casa hay fantasmas. Los gatos pueden verlos. Yo tengo un gato. A veces salta de mi cama sin que pase nada. Mi hermano dice que es porque pasó un muerto. Y, entonces, yo siento esas como hormigas, pero no sólo en la espalda sino por todo el cuerpo. Primero no me gustan; luego, sí; después, ya no, y otra vez, sí, y me dan ganas de ir al baño. –¿Sientes miedo? No…, bueno sí, un poquito. Pero al mismo tiempo quisiera que saltara más veces. Ya le dije, primero siento feo, pero luego bonito, y otra vez… –Y ¿qué, viniste solo?– le interrumpí, al ver que la gente comenzaba a salir del café. –No, mi papá está adentro. Le pedí permiso para adelantarme mientras él pagaba la cuenta… Entonces, ¿me deja darle un beso?. Y fue en ese momento, sólo ahí, miraándole, que comprendí el hermoso regalo; la recompensa a siete meses de trabajo. ¿Qué importaban que los mayores no entendieras? ¿Qué importaba que regresara a casa con la bolsa llena de libros sin vender? Uno de mis textos había creado un puente mágico, vibrátil y cálido, entre la criatura que esperaba con la boquita casi abierta y yo. Él acababa de regalarme una historia y, por si fuera poco, quería rematar semejante gracia con un beso. ¿Cómo podía negarme? Humildemente, doble la cintura y le ofrecí una mejilla… (el instante que duró, cerré los ojos para guardar aquello en el cofre de los tesoros, mi alma.) —Gracias, señora– dijo él, al apartarse. –No pequeño, gracias a ti.
Ivonne Cervantes Corte
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