Soledad incompleta
Hacia frío y el hombre tosía, Un frío viento se colaba por debajo de la puerta. Pensó en la mujer. En estos momentos, el hombre hubiese dado cuanto tenía o cuanto llegara a tener con tal de poder abrazar el calor de la mujer, envueltos los dos en una manta, y así dormir. Hubiese dado todas las esperanzas de eternidad, todos los beneficios del pasado, con tal de estar con ella, junto a ella, envueltos en una manta, y dormir, sólo dormir. Parecía que dormir con la mujer en sus brazos fuera su única necesidad.
Volvió a levantarse y salió, se dirigió hacia la calle. Luego, despacio avanzo por la solitaria ciudad hacia su casa. Eran ya casi las cuatro, la noche era clara y fría, sin signos del amanecer. El hombre estaba habituado a la oscuridad y veía bien en ella.
Despacio, despacio, la casa de ella, como si de un imán se tratara, comenzó a atraerle. Quería estar cerca de la mujer. No era deseo. No. Se trataba de la cruel sensación de soledad incompleta, que exigía la presencia de una mujer en sus brazos. Quizá pudiera encontrarla. Quizá incluso podría llamarla, para que acudiera a él, quizá ella estaría estudiando hasta tarde y necesitaba de él para mantenerse despierta un poco más, tal vez ella también le extrañaba y le aguardaba. La necesidad era imperiosa.
Despacio, en silencio, dio vuelta en la última esquina, avanzo por el medio de la calle. Ya divisaba el gris edificio recortándose su silueta contra el cielo oscuro.
Allí estaba su casa, con una luz encendida en la pequeña ventana, en su dormitorio, ¿acaso estaba ella ahí? ¿Detrás de esa ventana estaba la mujer que sostenía el otro extremo del frágil hilo que tan despiadadamente tiraba de él?
Se acercó un poco más, con las manos dentro de la chamarra y se quedó quieto en la senda, contemplando la casa de ella. Quizá pudiera llegar al lado de la mujer, quizá pudiera encontrarla.
Volvió a levantarse y salió, se dirigió hacia la calle. Luego, despacio avanzo por la solitaria ciudad hacia su casa. Eran ya casi las cuatro, la noche era clara y fría, sin signos del amanecer. El hombre estaba habituado a la oscuridad y veía bien en ella.
Despacio, despacio, la casa de ella, como si de un imán se tratara, comenzó a atraerle. Quería estar cerca de la mujer. No era deseo. No. Se trataba de la cruel sensación de soledad incompleta, que exigía la presencia de una mujer en sus brazos. Quizá pudiera encontrarla. Quizá incluso podría llamarla, para que acudiera a él, quizá ella estaría estudiando hasta tarde y necesitaba de él para mantenerse despierta un poco más, tal vez ella también le extrañaba y le aguardaba. La necesidad era imperiosa.
Despacio, en silencio, dio vuelta en la última esquina, avanzo por el medio de la calle. Ya divisaba el gris edificio recortándose su silueta contra el cielo oscuro.
Allí estaba su casa, con una luz encendida en la pequeña ventana, en su dormitorio, ¿acaso estaba ella ahí? ¿Detrás de esa ventana estaba la mujer que sostenía el otro extremo del frágil hilo que tan despiadadamente tiraba de él?
Se acercó un poco más, con las manos dentro de la chamarra y se quedó quieto en la senda, contemplando la casa de ella. Quizá pudiera llegar al lado de la mujer, quizá pudiera encontrarla.
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