La tortura de Satanás
Cuando al fin pude llegar a la alcoba de Satanás, me sorprendí. Las paredes lucían algo como pana roja, y los bordados de oro eran frecuentes y hasta aburridores. La cama tenía un colchón sin duda mullido, y las sabanas estaban tan almidonadas que no me dejaron ver ninguna de las formas de una mujer de cara perfecta. Pese al resplandor rojizo que se filtraba por las ventanas, allí nadie sudaba ni sentía necesidad de ventiladores o de bebidas refrescantes. Satanás era rubio, casi albino y hermoso. –Pero ¿No sufrís? –protesté sin temor, porque yo no tengo nada que temer. Se incorporó, abandonó su cigarrillo en un cenicero y me dijo que sí, que sufría. Al rato se fue sin apuro, dueño de su tiempo. Decidí preguntarle a la mujer. Ella permaneció de espaldas, se desperezó, y me mostró una axila entalcada que parecía una telaraña, y cuando ya creía que se había quedado dormida, me respondió: –nada tener que ser Satanás. Tomas de Mattos